“La historia de Etiopía conforma una épica que se mueve a mitad de camino entre el orgullo y la falacia, la bravura y la sangre, la cólera y la fe, la realidad y el mito. Pese a los índices galopantes de miseria en que viven la mayoría de sus habitantes, pese al pavoroso nivel de analfabetismo que impulsa la pobreza generalizada, Etiopía es un país con cultura autóctona, con una lengua propia y una escritura con caracteres distintos a los de otros idiomas del mundo, con libros sagrados y crónicas reales que se remontan a siglos atrás.

Aunque sea de oídas, cualquier etíope conoce a grandes rasgos la historia de su patria y puede enumerarte la gloria de sus emperadores y sus hazañas en los combates contra italianos y otras fuerzas invasoras. Todos los etíopes saben que nunca han sido conquistados. La mayor parte de ellos defienden su fe copta con la misma fuerza con que reivindican una historia en buena medida inventada. Y muchos todavía veneran el recuerdo de una dinastía tiránica, la Salomónida, que nace de una leyenda más que improbable. En Etiopía, la religión y la política navegaron durante centurias fundidas casi siempre en un mismo cuerpo. Y aún sigue siendo así en el fervor de muchos de sus altivos habitantes. Etiopía, en fin, es uno de los pocos países de África que posee un sentido de nación, al menos en la mayoría de sus territorios.

Todo se remonta a un mito que carece de cualquier rigor histórico, un mito del que ya he escrito extensamente en otro libro, Dios, el Diablo y la aventura, y del que tan sólo referiré aquí su argumento medular. Aislados durante cientos de años del contacto con otros pueblos, tanto musulmanes como cristianos, los etíopes observan modos de comportamiento muy diferentes a los de los habitantes de las demás naciones africanas. Son corteses, abiertos al extranjero, pero en el fondo nunca les ves venir del todo. En mi experiencia de varias semanas recorriendo las tierras del país, podría decir que valdría aplicarles el tópico con que en España definimos el carácter de los gallegos: cuando te encuentras a un etíope en el camino, nunca sabes si va en tu dirección o en la contraria. A mí, desde luego, me engañaron varias veces a lo largo de mi viaje y sólo me di cuenta del engaño días después.

El principal libro sagrado de los etíopes es el Kebra Neguest, que quiere decir «Gloria de Reyes», y que fue escrito en el siglo XIV, recogiendo remotas leyendas transmitidas oralmente, por un monje de la antigua capital de Axum llamado Isaac. Según el mito, la historia etíope comenzó con la reina de Saba, diez siglos antes de la venida de Cristo al mundo. La soberana, que dominaba extensos territorios y asentaba el centro de su poder en Etiopía, oyó hablar de un sabio monarca que reinaba en Israel: Salomón. Y movida por la curiosidad, viajó hasta Jerusalén para conocer al gran hombre.

Tanto impresionó a la de Saba el carácter y la prudencia de Salomón, que se convirtió a la religión judía. Cuando decidió regresar a su país, tras varios meses de estancia en Jerusalén, Salomón la sedujo mediante un ingenioso truco y la reina etíope quedó embarazada. Ya en su patria, la reina dio a luz un hijo varón a quien llamó Menelik, nombre que en amárico significa «hijo de un hombre sabio».

Convertido en un joven príncipe de veinte años de edad, Menelik viajó a su vez a Jerusalén para conocer a su augusto padre, quien le ofreció ser su sucesor en el trono de Israel. Menelik rechazó la oferta y Salomón le nombró, con su bendición, rey de Etiopía, e hizo que le acompañaran en su regreso a la patria los hijos primogénitos de varios notables de su corte, para que Etiopía fuese una nación en todo semejante a Israel. Al partir, Menelik y sus acompañantes robaron del templo de Jerusalén la más sagrada reliquia del pueblo judío: el Arca de la Alianza, donde se guardaban las Tablas de la Ley entregadas por Dios a Moisés en el monte Sinaí. Y así, llegado a su país, el príncipe fue proclamado rey por su madre, con el nombre de Menelik I. El nuevo monarca, en su primer bando real, decretó que la línea sucesoria, a partir de él, sólo la integrarían varones, y que las mujeres únicamente podrían ocupar el cargo de regente cuando el sucesor al trono no hubiese cumplido la mayoría de edad. Menelik I, además, proclamó al etíope «pueblo elegido», ya que, «por decisión de Dios», el Arca de la Alianza quedaba guardada para siempre en Etiopía. Y allí sigue, según afirman los más fervientes defensores de la leyenda, aunque permanece escondida en un templo de Axum y nadie puede verla salvo su guardián.

(…) A Gondar le llaman el Camelot de África, a causa de los seis castillos de piedra que se alzan en el recinto imperial, todos ellos construidos por orden de cada uno de los seis reyes que formaron la dinastía de Fasilides, hijo de Susinios, coronado emperador en 1632. Esta dinastía fue apeada del poder por Tewodros, en 1855, un usurpador que, como casi todos los monarcas de la historia etíope, proclamó la pureza de su sangre salomónida al conquistar el trono. Tewodros, héroe entre los héroes para sus compatriotas, abandonó Gondar a poco de proclamarse emperador, y siguió la tradición de fundar capitales itinerantes, primero en Debre Tabor y luego en Magdala, no muy lejos del lago Tana.

Se dice que el emplazamiento de Gondar lo eligió el jesuita español Pedro Páez para el emperador Susinios, en un valle situado a 2400 metros de altitud sobre el nivel del mar y, por aquellos días, abundante en agua, caza y bosques. Hoy, el agua escasea, los bosques autóctonos han desaparecido en beneficio de los de eucaliptos y no queda una sola pieza de fauna salvaje en muchos kilómetros a la redonda. Susinios abandonó el poder antes de comenzar las obras de su capital, y su hijo Fasilides encargó el primer castillo a los descendientes de los artesanos portugueses que habían viajado al país, junto con una expedición militar lusa, para ayudar al rey etíope a combatir a los invasores musulmanes del caudillo harari Ahmed Gragn”.

Fotos © Juan P Ferrandis.
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Javier Reverte. Los caminos perdidos de África. Barcelona. Penguin Random House. 2002. pp. 29-31 y 215.