“La ciudad de Ámsterdam tiene una forma ovalada y la rodean collares de agua concéntricos. ¿Quién podría expresar el encanto de esta ciudad romántica empapada de luces trémulas y de sombras bronceadas, profunda y misteriosa, pingüe y viva, suave, languidecida y sabia, perfumada de esencias de ultramar? Hay en Ámsterdam una mezcla de cosas muertas, de juventud y madurez, de ruidos humanos y de silencios exaltados que le dan, bajo un aspecto de melancolía, un tono único y una grandeza antigua y pensativa. La mezcolanza humana le pone el ultimo toque. Anguileando entre una población de gente tierna y blanca hay ochenta mil judíos, la mayoría portugueses. Esta gente morena, de ojos negrísimos, rizada y turbulenta, es como un sofrito de cebolla, requemado, esparcido sobre un lechón dorado y rosa.
Ciudad de cualidades: almacén de productos tropicales y exóticos, talla de diamantes, feria del oro, centro de lujo y bienestar. El marco de la ciudad es justo y apropiado, y parece hecha expresa para conservar el rescoldo de los fulgores intestinales de las cajas de caudales. Las viejas casas de ladrillos ahumados o rojizos, cargadas de espaldas, salpicadas de ventanas muertas, patinadas de lluvia y de nieve, llenas de motivos decorativos espesos y de fechas semiborradas, con la simetría pueril de los piñones desconchados, tienen un aire fatigado. No hay ninguna derecha ni perfecta; sobre ellas tiembla el punto de imperfección que tienen las cosas vivas. Intimas escurriduras de violeta y de malva enmohecen la grisalla de las paredes. La madera, además, se ve mucho y si no la pintan de negro, la barnizan de color de chocolate o de color de sangre de buey.
Estas casas se reflejan sobre los canales sombreados de olmos de hoja bulliciosa y fina. A cualquier hora del día o de la noche da gusto perderse por los canales, recostarse en el pretil de un puente, sentarse en el muro de la orilla. Pero el atardecer es la hora mejor y Ámsterdam es un delirio de silencio: las aguas adquieren un color glauco y pesado y en su superficie palpitan estrías de barro, de verde oscuro, de cobre y de perla. Entre dos luces, en el resplandor opaco, un rayo de luna perdido o la salpicadura de una estrella se tiende sobre la cama deshecha del agua soñolienta, estremecida de fiebre.
La profundidad del canal parece insondable. Los reflejos de las casas se pierden en la sombra. Se enciende una luz y el agua se puebla de fuego. Se apaga y es como si echase a volar un pájaro invisible. Durante todo el crepúsculo las aguas se transforman con una voluptuosidad espesa y un aletargamiento reseguido de temblores, y nacen, pasan y mueren los colores de forma seguida y simultánea como en un sueño de deseos objetivados y de cosas vagas. Aparece una mancha violeta moteada de negros y luego una verde y ceniza; más allá hay una blancura incandescente, que se vuelve rosa y luego sangre y luego se estría de verdín y de bronce. Por un momento, todo se vuelve como una piedra oscura de luminosidad aceitosa que poco a poco se va agrisando para acabar en una florescencia salpicada de diamantes como puntas de aguja. E incluso…. ¿Quién podría describirlo? Es turbador.
De día, Ámsterdam tiene otro aspecto. Sus calles puestas sobre el agua se convierten en muelles de carga y descarga. Las demás, que forman lo que pudiéramos llamar los radios de la rueda de la ciudad y unen unos canales con otros, son un hormiguero de gente, de tiendas, de mercados y, sobre todo, de bicicletas. Por los canales, las barcazas van y vienen lentamente. Las barcazas son los carros de Ámsterdam. A todo lo largo de los muelles reina, junto con el tráfago de mercancías, un desorden pintoresco y simpático. Bajo el tejado de cada casa hay un poste de madera o de hierro para colgar una polea. Estas poleas sirven para todo y pueblan las calles de escenas populares: con las poleas se izan y sueltan las mercancías, se suben y bajan los muebles domésticos, las vituallas del mercado, los recados y las car-tas. El bric-à-brac es delicioso y siempre hay algún niño que tira de una cuerda. Cada casa tiene su sótano, húmedo y lóbrego, con unas ventanas enrejadas que dan al mismo nivel de la calle y que dejan ver, en su interior, corredores oscuros entre montones de bultos, de cajas o de sacos, iluminados por lumbreras que filtran una luz que no se sabe de dónde viene. A menudo en el techo de cañas de estos almacenes hay un rayo de sol pasado por agua que juega al escardillo entre las telarañas.
Cada almacén tiene un olor distinto y las calles están siempre nubladas por los olores de todas las especies. Las historias cuentan que a Rembrandt le gustaba entrar en estos antros para mirar las cosas en la penumbra y tocar las telas preciosas y gruesas que allí guardaban los marchantes de su época.
Pocas ciudades hay que alternen con tanta gracia natural como Ámsterdam los ruidos y los silencios. A menudo, detrás de una calle trepidante hay un square muerto; a veces, al fondo de un canal lleno de humos de gasolina, de hombres que sirgan o que manejan la pértiga larga de brouettes y de carretones, hay otro adormecido frente a la aguja de una iglesia soñolienta. Si lo enfiláis, os entrará enseguida el espejismo de la vaguedad. Ámsterdam es la ciudad de los callejones sin salida, de las calles que no llevan a ninguna parte, de los canales inútiles”.
Josep Pla. Cartas de lejos. Edición Austral. Barcelona. 2016. pp. 126-128.
El libro original fue publicado en 1928.
Fotos © Juan P Ferrandis.
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