La Venecia de Paul Morand


          “Los canales de Venecia son negros como la tinta; es la tinta de Rousseau, de Chateaubriand, de Barrès, de Proust; mojar la pluma en ellos es más que unos deberes de francés. Es un deber a secas. Venecia no resistió a Atila, a Bonaparte, a los Habsburgo, a Eisenhower; tenía algo mejor que hacer: sobrevivir; ellos creyeron construir sobre la roca; ella tomó el partido de los poetas: construyó sobre el agua.

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          La estación de Venecia ha permanecido ante mis ojos, para siempre, como una entrada triunfal; la estación de entonces no era la de hoy, peristilo de un teatro ferroviario mussoliniano («Aquí Venecia, Venezia, Venedig: ¡Ya os podéis preparar!¡Viva il Duce!»). La primitiva estaba formada por tres arcos enmohecidos por el verdín, ennegrecidos por el humo de carbón. Lo que no ha cambiado es la cúpula de bronce verde de San Simeone Piccolo; las bombas de dos guerras que apuntaban a la vía del tren la han respetado; a la izquierda y al frente, unas trattorie donde se cena bajo los laureles en sus macetones y con los pies en el agua; el agua de estos Fundamenta Santa Lucia o dei Turchi apesta aquí menos que en otros lados; batida por las hélices, recupera oxígeno y no despide hidrógeno sulfuroso.

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          En aquel entonces, el gondolero era todavía un rey; orgulloso de conducirnos por el atajo del Río Nuovo, al salir de la estación, y de plantarnos por sorpresa ante la ACADEMIA, el nuestro recitaba, mientras levantaba su remo torcido como un florete, los nombres deslumbrantes de los palacios:

         Foscari, Giustiniani, Rezzonico, Loredan, Venier, Dario… (algunos, inclinados por la edad y el reúma, parecían saludarnos). El gondolero, sempiterno enemigo de los piróscafos¹, se pitorreaba de ellos a su paso. Ayer mismo, los vaporetti, dueños de los canales, se ponían en huelga para que se cerrase el Río Nuovo a las últimas góndolas; el agua tranquila sustituida por una tempestad permanente. ² Divisábamos por fin la Adana de mar, coronada por una Fortuna entonces dorada; hoy la Fortuna está recubierta de cardenillo.

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          Ese desfile triunfal por el Gran Canal, «ese repertorio de la nobleza veneciana», según dice Théophile Gautier, nos llevaba al traghetto San Maurizio, donde nos estaba esperando el pequeño piso de la segunda planta que mis padres habían alquilado. La callejuela estaba desierta; salvo una cesta que, al grito de «Bella uva!», descendía colgada de una cuerda hasta el vendedor de uvas para ascender después cargada de racimos de moscatel para la comida ya servida. Las mosquiteras estaban dobladas a modo de paracaídas sobre las camas, las habitaciones olían a cadáveres de papatacci³ fríos, asesinados por unos triangulitos de hierbas pestilentes y soporíferas; subía del canal el olor a agua podrida de esos floreros de los que se olvidaron de retirar los ramos marchitos.OLYMPUS DIGITAL CAMER

          Por la mañana, me despertaba la voz ronca del vaporetto, las estrías de los reflejos del canal en el techo verde oliva, con relieves de yeso, o en las fachadas salpicadas de luz; por cincuenta céntimos el barbero subía a desbarbarme (admirable asalto al pelo por las navajas italianas, cada una de las cuales llevaba grabado en oro, en el acero, el día de la semana). Ahora, cuando vivo casi todo el año en alpargatas y sin corbata, me hace reír mi vestimenta de entonces: pantalón de franela blanca, calcetines de hilo blanco, fieltro blanco, chalina, cuello duro.

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          El rampino del embarcadero San Maurizio me saludaba al grito de poppe! agitando su sombrero mugriento (hasta los pobres tenían sombrero; un sombrero que servía para saludar), cogiendo con la otra mano el garfio de la góndola. Se ofrecía para cruzarme el canal igual que la Serenísima de Dandolo ofrecía a los Cruzados llevarles a Bizancio. Prescindía de sus servicios, me metía por la callejuela hacia el palacio Pisani (entonces pintado con este nacarado cálido del «coral» de los scampi); alcanzaba el palacio Morosini, cuyas ojivas altivas eran de un gótico tan angosto que parecía inglés. Pasando ante Santa Maria Zobenigo, ante San Stefano, ante San Vitale, iba a esperar a mi madre a la salida de misa en San Moisés, cuya fachada, llena de salientes y entrantes, llena de floripondios, estaba blanca por aquel excremento ácido de las palomas venecianas que devora hasta la piedra. Théophile Gautier me había contagiado su amor por esa iglesia de obeliscos y astrágalos que tanto recuerda la obertura del Moisés de Rossini.

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          (…) Los franceses de Venecia se encontraban en la plaza de San Marcos, después de cenar en una modesta pensión o en un lujoso comedor, felices de escapar a alguna anfitriona noble; unos venían del palacio Dario, «inclinado como una cortesana por el peso de sus collares» (¡adoraban a D’Annunzio!); otros del Palacio Polignac o del de la Mula, trayendo de casa de la condesa Morosini (que osaba tocarse con un birrete de dogo) las últimas noticias de la corte de Berlín, de la cual la Mula era como la caja de resonancia.

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          Tomábamos granites, café granizado, en compañía de Mariano Fortuny, hijo del Meissonier español, que estaba hecho un veneciano de adopción, del pintor de interiores Francis Lobre y de su mujer, médico de Anna de Noailles (lo que era entonces un gran honor), del decorador Drésa, de Rouché, que no era todavía director de la Ópera, pero dirigía aquella Grande Revue en la que se estrenaban Maxime Dethomas y Giraudoux; de André Doderet, que a fuerza de traducir a D’Annunzio había terminado por parecérsele; se nos unían unos cuantos funcionarios de Bellas Artes, colegas de mi padre: Roujon, Havard, Henry Marcel (padre de Gabriel), director de Bellas Artes, los hermanos Baschet, Roger Marx (padre de Claude).

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          Eran auténticas personas y no vedettes internacionales, como las que ocuparían Venecia más tarde, en la época de los Ballets rusos; aquel círculo de íntimos era discreto como los franceses de entonces; hombres extremadamente exigentes, enciclopédicos, que sabían sopesarlo todo, de lo más atinados en sus gustos, modestos en exceso, contrarios a las modas, de un acento inimitable y a quienes no se les podía ir con cuentos. Ninguno de ellos era llamativo ni agitaba las botellas de champán, ni circulaba por la laguna levantando olas; no tenían relaciones ilegítimas; los collares de sus esposas eran de cristal de Murano”.

  1. Barco de Vapor.
  2. La lucha entre vaporetti y gondoleros dura desde hace más de sesenta años, el Sindicato de gondoleros intenta conseguir que desvíen a sus rivales por la Giudecca. (1970)
  3. Mosquito transmisor de una fiebre de su mismo nombre.

Paul Morand. Venecias. Ediciones  Península. Barcelona. 2010. pp.35-37 y 41-42.

El libro fue escrito en 1970.

Fotos © Juan P Ferrandis.   

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