La Roma de Henry James


          “Llegando a Roma por la tarde, justo a tiempo para la cena, el viajero tiene, después de cenar y antes de ir a la cama, una hora o dos de oscuridad antigua en sus manos. Su curso natural es salir por la puerta del albergue y pasear al azar por las calles. Si se encuentra en Roma por primera vez, la ocasión será memorable, pero me temo que no le parecerá admirable. Con toda probabilidad, después de un recorrido contemplativo de un cuarto de hora, volverá sobre sus pasos, y, antes de encontrarse con la almohada, anotará en su diario que Roma es una ciudad provinciana de tercera, fea y estropeada, sin aceras, con muy pocas luces de gas y cafés que parecen guaridas de ladrones. Si por el contrario uno ya ha tenido algún contacto con la Ciudad Eterna, de manera que cuando sale al aire templado y ligeramente viciado de las calles, un ciento de asociaciones con sus pequeños adoquines y grandes lugares oscuros reviven de pronto y lo acompañan, probablemente sentirá el impulso de ir a visitar, mientras lo permita la tarde, uno o dos lugares de interés.

Sant Angelo         Ha sido costumbre del autor de estas líneas, al regresar a Roma en dos o tres ocasiones, dirigir sus pasos, en la tranquila penumbra, hacia el barrio más romano de todos —ir a fruncir el ceño durante diez minutos a los casi invisibles pilares y postes del Foro—. La idea no es en ningún sentido brillante, siendo tan obvia como poco productiva; pero la satisfacción estriba exactamente en la melancólica penuria de la vista. En una noche sin luna, el Foro Romano adquiere una apariencia singularmente mal proporcionada; mengua y se retrae; las solitarias columnas, tan queridas por anticuarios y poetas, se pierden en el anochecer; la elevación del Capitolio se reduce; el arco de Séptimo Severo pierde hasta la moderada potestad que ejerce durante el día; los montones de ruinas parecen informes y deslucidos; todo el lugar, en una palabra, resulta prosaico.

Foro romano
Pero enseguida el observador cuya mente ha aprendido en algún grado a darse a las impresiones de Roma, siente que hay una cierta elocuencia en este pequeño rincón sin brillo que es el Foro Romano. El pensamiento de que tanta grandeza haya quedado sólo en eso se hace más cierto, y la vulgar soledad del lugar parece un signo más conmovedor de una fortuna malograda y de la venganza de la historia que de una desolación más heroica. Cuando hasta el pintoresquismo se interrumpe, los imperios caídos caen del todo. Pero no debo hablar demasiado acerca de la interrupción del pintoresquismo; pues bajo el sol romano, toda esta zona, que ha sido muy excavada recientemente, adquiere un valor muy distinto y aparece de verdad como un lugar que un fantasma antiguo (si los fantasmas se aprovecharan de la luz del día) no se avergonzaría de reconocer. Iba a decir, además, que este hipotético paseo del peregrino romano redivivo probablemente le presentaría uno de los detalles más valiosos de todo el espectáculo romano. Saliendo de mi albergue la otra noche hacia el Corso y siguiendo esta famosa vía pública, llegué a la Piazza Colonna. Esta gran plaza se ha convertido, desde la ocupación italiana, en el lugar habitual de esparcimiento, y parece cualquier día de la semana como si fuera la escena de alguna agitación ciudadana excepcionalmente bienhumorada.

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          Ese numeroso cortejo de ociosos profesionales que parece haber seguido al actual gobierno a Roma —no es que no hubiera ociosos antes; sólo que, en los tiempos del Papa la ciudad estaba virtualmente bajo la costumbre del toque de queda, y las calles, una vez que caía la noche, no estaban más animadas que las prisiones de la Inquisición—convierte la Piazza Colonna en una especie de conversazione pública, a la cual la proximidad de Correos, cuya alargada galería abierta, con su hilera de concurridas ventanillas, ocupa un lateral del gran espacio, aporta todavía más sociabilidad. Alrededor hay tiendas y cafés; a mano quedan los quioscos de periódicos, con los que compiten un ciento de escandalosos golfillos que ofrecen los pequeños periódicos italianos; por el centro coches romanos magnificamente equipados se abren paso de continuo entre la multitud.

Puente Roma

          En el centro de todo esto se eleva el tosco monumento conmemorativo que siempre se ha conocido como la Columna Antonina y que tiene en su base una inscripción de Sixto V atestiguando que el monumento fue erigido por Marco Aurelio en memoria de su ilustre padre. La inscripción está equivocada, aunque resulta de lo más pintoresca, con su rígida latinidad bajo las llameantes luces de gas que la rodean. La columna fue levantada por el Senado en honor del mismo Marco Aurelio—al menos eso he leído en las páginas de una manoseada guía Murray— y es del mismo estilo que la columna más admirada que lleva el nombre de Trajano y está situada en una gran piazza oscura y solitaria al otro lado del Corso. Estos dos viejos monumentos están cubiertos de relieves que ilustran las valientes hazañas de los romanos, pero las de la más antigua son mucho más artísticas. La llamada Columna Antonina, sin embargo, puede servir a los propósitos del viajero sentimental y señalar la lección del presente repaso.”

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Henry James. Vacaciones en Roma. Abada Editores.  Madrid. 2019. pp.151-154.

Libro que relata las experiencias del autor en el último cuarto del siglo XIX.

Fotos © Juan P Ferrandis.   

https://www.instagram.com/nedaviajero64/ 

https://www.flickr.com/photos/nedacomunicacion/albums 

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