“La ciudad de Copenhague es una mezcla curiosa de cosas diversas, una encrucijada harto singular. La villa antigua, que estaba formada por elementos puramente nórdicos, se quemó casi por completo. De ella ha quedado una calle con casas que tienen una gran vivacidad popular, estrechas, ágiles, con el piñón florido, salpicadas de ventanas y de lumbreras floreadas, pintadas de amarillo canario, de menta y de rosa de carne. Frente a esta calle está el muelle antiguo, estrecho brazo de agua como un canal que entra tierra adentro como una lanceta. Este muelle sigue siendo hoy en día el centro del cabotaje y del mercado del pescado. Hay jabeques, pailebotes y goletas que cargan y descargan redes colgadas en los mástiles de los barcos con el brillo de las escamas, de ramales de arenque fresco y de vísceras desgarradas entre cristales de sal. Enfrente, en las casas antiguas, encontraréis la taberna del Cabo Hornos, el bar de la Buena Esperanza y el hotel de la Cruz del Sur. Este canal o muelle antiguo es una semicircunferencia de agua que pasa por el interior de la villa y que se aguanta por ambos extremos en el mar. El canal, que empieza pintorescamente, termina en el restallido del puerto comercial y moderno después de haber pasado por una fase de estética de profesor.

Esta parte, que es la más vieja de la villa de hoy, data de primeros del siglo XVIII. En esta época ya se habían inventado los pensionados en Roma y las matrículas de honor. Es una parte llena de palacios de sabor italiano de todo tipo, renacentistas, neoclásicos, barrocos. Arquitectura de fórmula, fría, con detalles que revelan el ardor del neófito. Los hombres del norte tienen la manía de Italia. Los hombres del sur tienen la manía del gótico. El mundo es un mundo de monas y más vale dejarlo correr. Ello hace que, a menudo, paseando por la parte antigua de la villa, os sorprendáis ante una estampa italiana, descolorida, naturalmente, sin el oro macizo de la piedra de Italia, fría y delgada, amedrentada y la mula bajo los oscuros sonidos de la campana sumergida del norte. Causa un efecto extraño. Nuestra Sagrada Familia me da la impresión de estar resfriada en verano. Esta parte de Copenhague es una sudadera en el corazón del invierno.

Aunque la parte italiana sólo constituye uno de los elementos de la mezcolanza de cosas serias que es Copenhague. Hay, en efecto, además, iglesias rusas con la pera dorada y las cruces bordadas de las cúpulas; hay palacios franceses, pesados y soñolientos, oscuros, con las mansardas y el gran portal de aldabas doradas; hay iglesias inglesas cubiertas de hiedras, entre los árboles de un square; hay almacenes alemanes de la más pura línea germánica y del cemento armado más auténtico. Están, por último, los barrios modernos, ensanches grandísimos construidos con la exclusiva intención de que la gente viva confortablemente y en un relativo silencio. Todos estos diferentes reflejos se han producido de manera sucesiva. A medida que con el tiempo la ciudad se ha ido agrandando, los barrios que se han ido formando han recibido la huella del gusto a la moda. Dinamarca es un país de paso; es la puerta del Báltico.

Entre el mundo anglosajón y el mundo eslavo, entre Alemania y Escandinavia, Dinamarca es como una rueda que gira con todos los vientos de su rosa. Y quizá, también, el viento con que menos haya girado Dinamarca sea el viento germánico. Hay, sin embargo, un elemento unificador de la mezcolanza. En nuestras ensaladas, el elemento de ligazón es el aceite y el vinagre. En Copenhague, le que lo liga todo es el gusto y el estilo de matrícula de honor de los arquitectos. Tanto si construyen una iglesia barroca pensando en Viena, como un palacio trabajando sobre los Inválidos de París, una cúpula como San Pedro, o una pera dorada de Moscú, emplean la misma frialdad universitaria. Para comprender cuanto digo no hay más que pensar en los cristales y la famosa porcelana que este país exporta. Perfecto. Demasiado perfecto. Matrícula de honor. Se desea, de vez en cuando, un suspenso enorme, absoluto, logrado. Hay en la historia de la cultura de este país un hombre, gloria nacional, que ilustra aún hoy perfectamente cuanto decimos: nos referimos a Thorwaldsen, el escultor Thorwaldsen, que vivió una gran parte de su vida en Roma y que fue llamado por Canova l’uomo divino. Thorwaldsen trabajaba el neoclásico con una perfección tan considerable que puede decirse que superaba a los antiguos, aunque, naturalmente, era inferior a éstos. Sus antiguos eran de matrícula de honor, de premio de Roma, de profesor goethiano de estética.

Todo lo cual hace que Copenhague sea una ciudad un tanto borrosa y despersonalizada. ¿Quién lo pondrá en duda? Copenhague es una espléndida, una magnífica ciudad. Nada os estorba, las cosas están logradas, la agilidad y el gusto que los daneses tienen por la variación es admirable. Siempre es preferible un copista discreto a un genio en mangas de camisa. Pero yo me paseo por Copenhague, me paseo a lo largo del día entero, me embeleso frente a las iglesias diversas, los palacios variados, los jardines magníficos, veo un rincón de París, una estampa italiana, una fotografía de Londres, un campanario barroco patinado de verde, una cruz bordada de Moscú… y me parece no estar en Copenhague. Me parece estar en casa leyendo, en mi habitación, el capítulo del Baedeker de Dinamarca dedicado a Copenhague. A Copenhague le falta la ciudad anterior a los arquitectos. Le falta el pueblo. El incendio fue terrible. A partir de la quema, los arquitectos han tenido la palabra en exclusiva. Es por eso que si os paseáis, os paseáis a lo largo del día entero, siempre iréis a parar a la misma calle de casas de color de menta, de amarillo canario, de rosa y de café tostado, antiguas y floreadas, salpicadas de lumbreras y ventanas, calle animada por la gente del cabotaje y de la navegación, por la vivacidad popular aromatizada de pescado en salazón y por el tránsito de los buques y de las mercancías. Taberna del Cabo de Hornos, bar de la Buena Esperanza, hotel de la Cruz del Sur, toda la rosa de los vientos, amistades de la cala, bergantines, goletas y jabeques, destilación de espíritus, honrada gente, oscura y flotante, ojos fatigados de la guardia, muchachas que parecen honradas, música de Nueva York, libertad y horror de Thorwaldsen…”

Josep Pla. Cartas de lejos. Edición Austral. Barcelona. 2016. pp. 177-180.
El libro original fue publicado en 1928.
Fotos © Juan P Ferrandis.