“Arlés es en realidad una auténtica ciudad de provincias: pequeña, llena de vericuetos, con callejuelas estrechas, mal empedradas y no excesivamente limpias; una de esas cositas que parecen tan monas desde lejos, desde el vagón de un tren —un gracioso juguete pintado con diversos colores—, y que pierden luego todo su encanto a medida que nos acercamos. Tampoco tiene mucha importancia desde el punto de vista económico: se la quiso dejar de lado cuando planificaron en su día la red ferroviaria que había de cruzar la Provenza, pero un grupo de escritores franceses intercedió a su favor, consiguió incluirla en la ruta y logró así salvar del olvido a los magníficos tesoros históricos que esconde esta pequeña ciudad. Y Frédéric Mistral, el célebre artífice del renacimiento de la poesía provenzal, citado ahora en numerosas ocasiones gracias a su premio Nobel, ha fundado aquí por iniciativa propia un museo nacional, el Musée Arlaten, que pretende convertirse en uno de los puntos de referencia de la cultura provenzal.

Pero sin duda lo mejor que han sabido hacer los poetas por esta pequeña villa ha sido elogiar a sus mujeres: Mistral, Daudet y el compositor Bizet han mostrado al mundo entero el encanto de las arlesianas. Y no es menos conocida Arlés hoy día que en su época dorada, cuando su nombre era Arelate. Lo dicho: calles angostas y sucias. Pero, de repente, se abre ante nosotros una plaza espaciosa, y una construcción soberbia atrapa nuestra mirada. El anfiteatro romano, casi el más grande de la antigua Galia —su aforo es de 30.000 espectadores—, emerge con su imponente círculo, sus suntuosas fachadas y su rico ornamento. Entre sus muros llegó a albergar —tal como muestra un grabado— a la ciudad entera de Arlés, tan grandiosas son sus dimensiones; sólo a partir de 1825, con objeto de mejorar la estética del conjunto, se empezó a derribar las casitas construidas entre las viejas piedras y a reconvertir el antiguo espacio (de forma similar a la vecina Orange, donde el antiguo teatro es ahora un moderno coso para espectáculos diversos).

En la actualidad sigue manteniendo su función de antaño —los domingos de verano se celebran corridas de toros—, pero, si consideramos la magnificencia de la construcción, las fiestas de hoy son tan sólo un pobre sucedáneo de la pompa y el boato que debieron de reinar otrora en las tribunas donde se congregaba el público. Porque en siglo II, bajo el emperador Constantino —que nació aquí— y bajo sus sucesores, Arlés fue una de las capitales del inmenso Imperio Romano que se extendía ya por toda Europa. Y al mismo tiempo era sede arzobispal, esto es, uno de los centros de la Iglesia Católica, que también nos ha legado numerosos monumentos. Ya con las invasiones bárbaras empieza la lenta decadencia, interrumpida por cortos periodos de esplendor, como cuando el Emperador Carlos IV se hizo coronar aquí rey de Arles. Poco a poco la ciudad fue cayendo en el olvido, y sólo la voz de los poetas se ha esforzado luego por despertarla de su letargo; bueno, si acaso su nombre, porque ella misma sigue dormida.

De la época de esplendor romana procede ante todo el teatro, del que por desgracia se conservan tan sólo unos pocos restos. Se han saqueado sus tesoros más valiosos, en especial la famosa Venus de Arlés, ofrecida en 1683 como regalo a Luis IV, y hoy día una de las esculturas más valiosas del Louvre. Otros hallazgos se encuentran en el Musée Lapidaire, pero su visita está restringida a los arqueólogos profesionales.

De indudable interés son asimismo los monumentos que legó el pontificado a la ciudad durante los siglos XIII y XIV. A la memoria del misionero griego San Trófimo, que convirtió a los galos al cristianismo —enviado, según dice la leyenda, por el mismo San Pedro—, se erigieron una iglesia y un monasterio de extraordinario valor artístico. La leyenda sigue aquí tejiendo sus hilos, y en el lugar en donde hoy se alza la iglesia hubo una ermita construida por el propio San Trófimo, la primera erigida en honor a la Virgen María en vida de ésta. Es una de las catedrales románicas más hermosas de la Provenza, gracias sobre todo a su magnífico pórtico, que, en cuanto a labor y finura arquitectónicas, sólo admite comparación con el de la iglesia de St. Gilles. Unos pequeños peldaños nos llevan luego al monasterio, que impresiona con sus frescas galerías abovedadas y sus columnas de ancho capitel.

Pero lo que hizo de Arlés unos de los lugares más célebres en el pasado fueron los Alyscamps, los Campos Elíseos, la necrópolis de toda la Cristiandad. San Trófimo estuvo primero enterrado allí, y en seguida se expandió la leyenda de que en esa tierra consagrada se producían milagros y se vislumbraban señales divinas. El mero contacto con ella protegía al cuerpo de la influencia del diablo, y pronto se instauró en todo el Occidente Cristiano la costumbre de adquirir en los Alyscamps un nicho para los seres queridos. Para que fuera conducido a su piadoso destino bastaba con dejar que el féretro, sin acompañante, sólo con el dinero necesario, se deslizara aguas abajo por el Ródano.

Allí fueron enterrados príncipes, duques, obispos y ricos comerciantes, las tumbas se contaban por millares; Dante menciona esta necrópolis en su Divina Comedia, y también Ariosto. Y cuando trasladaron el cadáver de San Trófimo a Marsella, el camposanto perdió ya toda su significación. Hoy ya sólo queda un estrecho sendero por entre un alto pastizal, flanqueado a ambos lados por sobrios sepulcros de piedra que están abiertos: los sarcófagos más valiosos, sobre todo los de los príncipes, fueron vendidos a buen precio por los arlesianos en el siglo XVIII; un par de barcos cargados de sarcófagos que hizo fletar Carlos IX naufragaron en el Ródano, el resto de sepulcros se encuentra en el Museo Barberini de Roma. Tan sólo permanece la pequeña y humilde capilla.

El Museo Arlaten, fundado por Frédéric Mistral, aspira a tender un puente entre el glorioso pasado y el presente, separados por un largo periodo de tiempo. Contiene cuadros, artesanía y trajes de la Provenza medieval, y también recuerdos regionales como la cuna de Mistral y otras bonitas bagatelas.

Pero lo que más anhela el visitante que llega a esta ciudad —a no ser que le interesen más las ruinas que la vida real y radiante— es poder admirar la belleza de sus mujeres. Y tal vez sufra una pequeña decepción. Porque la moda parisina, o mejor dicho, la de los bazares baratos de provincia, ha desbancado casi por completo a los trajes regionales; de vez en cuando se ve pasar una de esas figuras altas y de porte clásico suavizado por un toque meridional, pero uno no puede evitar reprender a los poetas por haber creado unas expectativas que no se acaban de cumplir. Aunque hay algo positivo en esta pequeña exageración: porque si las arlesianas fueran realmente las mujeres más hermosas del mundo entero, tal como cantan los poetas, no pasearía uno ahora por las calles en apacible soledad, sino en alegre romería junto a una muchedumbre de curiosos.”
Stuttgart, 24 de julio de 1905.
Stefan Zweig. “De viaje II. Francia, España, Argelia e Italia”. Arlés. Ediciones Sequitur. Madrid. 2015. pp-19-23.
Fotos © Juan Ferrandis