
“Hay dos Marsellas, como sabéis: la nueva y la vieja. Marsella vieja es una ciudad árabe, de retorcidas cuestas y estrechísimas calles, sucia, misteriosa, sombría, habitada por la gente característica de la población; por su levadura histórica, si me permitís la frase. La nueva es hermosísima; pero de esa hermosura oficial, general, insignificante, que es la misma en Cádiz que en Lyon, en París que en San Petersburgo: anchas calles; altos y uniformes edificios; plazas con árboles; lujosas tiendas; perfecto empedrado, y mucha gente, toda vestida del mismo modo, o con pequeñas diferencias.

Inútil creo deciros que a mí me gustan más las ciudades viejas, y que en ellas es donde me complazco en remover el polvo de los siglos o en sacar por la pinta los parentescos de las naciones. Marsella la nueva, aparte de lo apuntado, es una de las capitales más ricas y más trabajadoras de Francia, y su industria y su comercio constituyen una fiebre continua, una actividad incesante que comunica vida y movimiento a dos grandes ríos, uno de exportación, que se esparce por el Mediterráneo, y otro de importación, que nutre y robustece el imperio de Bonaparte.
Cuando yo la visité, hallábase muy adelantado el puerto nuevo de la Joliette, obra colosal que engendra otras muchas; pues trasladando de una parte a otra la gran entraña de la ciudad, arrastra en pos suyo lo mejor de la población, que levanta centenares de palacios sobre peñascos ayer desiertos. La protección directa de Napoleón y el genio de Mirés eran entonces el alma maravillosa y rápida transformación. Sin embargo, esto no quiere decir que Marsella resucite. Marsella vivía y ha vivido hace miles de años. Marsella no hace más que aprovechar algún tiempo perdido y colocarse de un salto a la altura de nuestra época.

Esta ciudad, ¿quién lo ignora?, por su posición geográfica tiene condiciones de perpetuidad. Yo me atrevo a llamarla el puerto clásico de Francia, y hasta me extendería a creerla la puerta principal de Europa.Es indudable que Europa se comunica por allí hace mucho tiempo con el resto del mundo. Los marselleses han visto desfilar por la gran calle de la Cannebiere centenares de ejércitos; han visto pasar reyes de casi todos los pueblos del mundo, embajadas de los más remotos países, viajeros chinos, indios, negros, americanos, japoneses, australes, y cuantas alimañas tenemos por prójimos sobre la tierra. Puede decirse que no hay touriste en las naciones europeas que no haya empezado o concluido más de un viaje por Marsella. La posición de la Francia, enclavada entre los pueblos que han llevado o llevan la iniciativa en la política y la civilización del mundo, ha dado lugar a este singular privilegio.

Ni es de ahora semejante prerrogativa. La antigua colonia focense, la después provincia romana, la que fue un tiempo estado independiente, ya condal, ya republicano, ha tenido siempre este carácter cosmopolita, y bien se deja ver en la índole de sus habitantes.Marsella, como muchas ciudades marítimas del Mediterráneo, y en particular como Génova, refleja en sus costumbres, en el tipo de sus moradores, en su genio particular, la manera de ser de todos los pueblos vecinos a ella al travésés de las olas. Hay en los pobladores de la ciudad vieja y del muelle no sé qué reminiscencias griegas, berberiscas, turcas, italianas y españolas, que ya se revelan por un accesorio del traje, ya por una palabra del dialecto, ora por un rasgo fisonómico, ora por una tradición desfigurada. Es, en fin, Marsella un pueblo franco, amovible, levantisco; una confusión de gentes, un bazar de mercaderes y aventureros de todos los países, una patria aleatoria; especie de metrópoli que ha habido siempre, desde Sidón, Tiro y Cartago hasta Pisa y Gibraltar… que Dios confunda.

Volviendo a mi viaje, os diré que desde que puse el pie en Marsella eché de ver de golpe el atraso en que se encuentra España respecto de Francia en eso que se llama civilización, palabra de que hemos de analizar muy despacio en el curso de este libro. Eché de ver, y conmigo lo confiesan cuantos han visitado el vecino imperio, y ya lo dije yo la primera vez que estuve en él hace algunos años, que en sus fronteras es donde empieza a ser el dinero eficaz y fecundo, donde se entiende la vida material y se encuentran todas las comodidades y regalos del cuerpo.Del alma ya nos ocuparemos más adelante. La facilidad y accesibilidad de todo; el buen orden público y particular de las cosas; la libertad inviolable que se disfruta dentro de la ley; la inteligencia con que están previstos y satisfechos vuestros menores caprichos; el exceso de lujo y bienestar; el gusto y la utilidad de los inventos; la precisión justísima y proporción adecuada de cada cosa; la exactitud, la cortesía y el despejo de los servidores; la lógica, en fin, con que cumple su destino cada ser y cada objeto, contrastan dolorosamente para nosotros con todo aquello que experimenta el que se atreve a viajar por España. Por supuesto, que esta medalla tiene su reverso, no muy lisonjero para los franceses.

Pero cosa es esta que estudiaremos en París. Acabaré con Marsella diciendo que su Sol, su cielo, su feracidad; la fecunda poesía, buen humor y vehemencia de sus habitantes, así como el tipo general de estos, recuerda más a Andalucía que a ningún departamento de la Francia. Ahora, quien haya reflexionado atentamente sobre la actitud de los marselleses en las crisis políticas de 1789 hasta nuestros días, encontrará en ellos cierta fiera energía mucho más valenciana que andaluza.

Esto pensaba yo aquella tarde, tarareando la frenética Marsellesa por el gracioso paseo del Prado —especie de cornisa tallada en la roca, sobre las espumas del agitado mar—. Y a veces se me olvidaba que estaba en Francia, o me empeñaba en creer que me encontraba en España; y para convencerme de lo cierto, tenía que fijar mis ojos en las muchedumbres de obreros y marineros, vestidos de lienzo azul; en los negociantes que venían de la Bolsa en animado tropel, todos con sombrero de paja, que es su convencional distintivo; o en las mujeres del pueblo, adornadas con una gorra blanca, semejante a la de nuestros niños recién nacidos. Dichosamente, el Sol, el mar, el aire, el cielo, las montañas, las aves, el humo azulado y la blanquecina niebla, los rumores lejanos de la activa humanidad y los mudables tornasoles de las nubes no cambian en ninguna parte, y le dicen al alma entristecida que no todo es extranjero fuera de la patria“.
Pedro Antonio de Alarcón. “De Madrid a Nápoles”. Marsella. Linkgua-digital.com. Barcelona 2002. pp.17-25.
“Entre agosto de 1860 y febrero de 1861 uno de los escritores más afamados de la España decimonónica se embarcó en un fascinante viaje por el sur de Europa. En su camino entre Madrid y Nápoles tomó cumplida nota de todos y cada uno de los lugares por los que pasó. Como resultado, en 1861 publicó un diario que se convirtió automáticamente en el libro de viajes más leído en España en el siglo XIX”.
Biblioteca Nacional de España.
Fotos © Juan Ferrandis