“El que vaya a Florencia sin conocer, aunque sólo sea superficialmente, la obra magna de Dante Alighieri, no gozará del principal encanto que aquella noble ciudad ofrece. Porque Florencia está llena de memorias del gran poeta.
Parece que no ha dejado de habitarla el espíritu de éste, que la lengua por él creada y ennoblecida es la misma que se habla hoy allí, y que su recuerdo está vivo en la memoria de los florentinos, coetáneos nuestros, cual si no nos separara de la fecha de su muerte el enorme lapso de cinco siglos y medio. En efecto, pocos hombres han vivido y viven en el sentimiento de la humanidad como este extraordinario cantor del dolor y de las aspiraciones sublimes de nuestro espíritu; pocos han ganado como él esa consagración del tiempo, por la cual su poesía no puede envejecer ni sus versos marchitarse. Su retrato, pintado por Giotto, nos le representa con una azucena en la mano. Esta flor viene a simbolizar la perdurable frescura de su ficción poética, profundamente humana, y, por tanto, eterna.

(…) Consérvase en Florencia en una de sus calles más céntricas la casa en que el poeta nació. Dentro de ella se exhiben diferentes recuerdos, algunos de los cuales son de indudable autenticidad; otros revelan cierta propensión a explotar la memoria de Dante, como se explota la fe religiosa en ciertos lugares de peregrinación devota. Las cenizas del gran poeta no están en su patria, pues sabido es que murió en Ravena y que allí está sepultado. Pero la iglesia de Santa Croce ostenta en su soberbia galería de monumentos sepulcrales el del autor de la Divina Comedia, mausoleo imponente al que solo falta, para infundir veneración, contener los huesos de la persona a quien está dedicado. Es una hermosa custodia sin hostia. En la plaza de la misma iglesia se ha erigido la monumental estatua del gran hombre, bellísima y por todo extremo interesante.

(…) Otros recuerdos de Dante hay en distintos puntos de la ciudad, tales como la piedra llamada Sasso di Dante, frente a la catedral, donde se sentaba de noche a tomar el fresco, según dice la tradición, en tertulia de amigos.
(…) Esto me lleva como por la mano a hablar de otro florentino ilustre, Nicolás Maquiavelo, sepultado en Santa Croce. Su monumento es menos grandioso que el de Dante, y ostenta la concisa inscripción latina: Tanto nomini nullum par elogium (Ningún elogio es adecuado a una fama tan grande). En el Dante se lee el célebre verso Onorate l’altissimo poeta (honrad al más alto poeta).

La casa de Maquiavelo subsiste en la vía Guicciardini, donde también se conserva la que habitó el célebre historiador de este nombre, entre el ponte Vecchio y el palacio Pitti. Maquiavelo es sin disputa uno de los más altos ingenios que ha producido Italia. Durante mucho tiempo sus doctrinas políticas fueron execradas y anatematizadas como atentatorias a todo principio de moralidad; pero nuestro siglo ha rehabilitado la memoria del insigne secretario de estado, dando a su condenada obra del Príncipe el valor histórico que debe tener como producto de circunstancias excepcionales, y llamada a realizar sus fines en un medio social harto diferente del nuestro. Maquiavelo dirigió los negocios públicos durante diez años, llevando con admirable habilidad las relaciones diplomáticas de la República; su experiencia de los negocios era extraordinaria, tan grande como su conocimiento del corazón humano y de los caracteres.

Recorriendo la hermosa nave de Santa Croce, encontráis también el sepulcro de Galileo. Dichosa tierra la que ha visto hombres tan extraordinarios en el arte, en la política, en la ciencia: Miguel Angel, Dante, Galileo, Maquiavelo.

Bastan estos nombres para ilustrar la Europa entera, y Florencia tiene la gloria de llamarlos sus hijos. Galileo, no obstante, no era florentino. Nació en Pisa en cuya Universidad hizo sus primeros estudios, y enseñó después física y matemáticas. La célebre torre inclinada le sirvió para sus experiencias de la caída de los cuerpos. Después ejerció el magisterio en Padua durante veinte años y, por fin, fue a parar a Florencia donde vivió la mayor y mejor parte de su vida. Allí y en Roma sufrió las persecuciones que le han inmortalizado tanto como sus descubrimientos. Murió en un pueblecillo de las cercanías de Florencia, a edad muy avanzada, pobre, ciego, y no muy estimado de sus conciudadanos. ¡Caso extraño! El 9 de Enero de 1642, día en que murió Galileo, nació Newton.

Además de su valiente explicación de las teorías de Copérnico acerca del sistema planetario, la cual le valió ser tenido por demente y heresiarca, y condenado a una abjuración vergonzosa, Galileo legó a la ciencia universal grandes conquistas, como el descubrimiento de las leyes del peso, del péndulo, la balanza hidrostática y el perfeccionamiento del telescopio.

El panteón florentino guarda también las cenizas del poeta Alfieri, lombardo de origen, y las de su amiga, la condesa Albany; las del poeta moderno Pío Fedi, las del grabador Morghen, las del Aretino, encerradas en hermoso sepulcro del Renacimiento; las del físico Micheli, las del arquitecto Alberti; las del compositor Cherubini y las de otros muchos de fama menos extendida. Fuera de esto, Santa Croce es un verdadero Museo, que sería visitado y escudriñado con particular atención si estuviera en otra parte; pero Florencia es tan rica en maravillosas obras de arte, que los frescos, las estatuas y los gallardos altares y púlpitos que adornan las iglesias son mirados al fin por el viajero, si no con desdén, con fatiga de los ojos y del espíritu.

Las fachadas de Santa Croce y del Duomo muestran de qué modo tan singular adoptaron los toscanos la arquitectura ojival, desvirtuándola y acomodándola a su genio y tradición artística. Este arte híbrido que tiene por padre el espiritualismo y por madre la musa pagana es lo más característico de aquel país en construcciones religiosas, así como en las palatinas tiene la especialidad incontestable del estilo severo y rudo inspirado en la arquitectura militar. Sus iglesias, ostentan en su exterior mármoles blancos y negros combinados con delicadeza femenina, formando un gótico voluptuoso y decorativo, que no nos da la impresión de misterio y misticismo de las iglesias del Norte. En cambio los palacios, construidos de piedra oscura, son macizos, de líneas muy sobrias, combinada la robustez con la elegancia.

No es posible abandonar a Florencia sin subir a San Miniato al Monte. El cementerio próximo a la iglesia de enterramiento a las familias aristocráticas de la ciudad, merece una visita. Su arquitectura restaurada con mucha inteligencia, ofrece más elementos quizás que los interiores del Duomo y Santa Croce para el estudio del estilo toscano de la Edad Media. Desde San Miniato, y en todo el largo y tortuoso paseo denominado Viale dei Colli, la vista abarca el panorama inmenso de los alrededores de la ciudad y de la ciudad misma, panorama que es sin género de duda uno de los más hermosos de Italia. La bien cultivada campiña extiéndese a orillas del Arno, limitada por las colinas cubiertas del oscuro verdor de olivares y cipreses.
El paisaje es bello sobre toda ponderación pero no risueño. Hay en él una melancolía dulcísima que induce a la meditación, que despierta anhelos de soledad penitente.Es el paisaje triste y minucioso que sirve de fondo a los cuadros de todos los pintores florentinos del siglo XV”.
Benito Pérez Galdós «Italia». Florencia. Casimiro Libros. Madrid. 2019. pp. 54-64.
Fotos © Juan Ferrandis