La Viena de Stefan Zweig


 

Museo de Carruajes Imperiales. Viena.
Museo de Carruajes Imperiales. Viena.

          “En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue tan apasionado como en Viena. Precisamente porque la monarquía y Austria no habían tenido desde hacía siglos ambiciones políticas ni demasiados éxitos en acciones militares, el orgullo patrio se había orientado principalmente hacia el predominio artístico. Del antiguo imperio de los Habsburgos, que antaño había dominado Europa, se habían desprendido hacía tiempo las provincias más importantes y valiosas: alemanas e italianas, flamencas y valonas; la capital, el baluarte de la corte, la guardiana de una tradición milenaria, había permanecido incólume, sumida en su viejo esplendor. Los romanos habían colocado las primeras piedras de un castrum, un puesto avanzado, para proteger la civilización latina de la barbarie y, al cabo de más de mil años, el asalto de los otomanos se estrelló contra aquellos muros. Por aquí habían pasado los Nibelungos, desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros inmortales de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss, aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea; en la corte, entre la nobleza y entre el pueblo, lo alemán se unía con alianzas de sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano, lo francés y lo flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en refundir armónicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar: el austríaco, el vienés. Acogedora y dotada de un sentido especial de la receptividad, la ciudad atraía las fuerzas más dispares, las distendía, las mullía y las serenaba; vivir en semejante atmósfera de conciliación espiritual era un bálsamo, y el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del mundo.

Kunsthistorisches Museum. Viena.
Kunsthistorisches Museum. Viena.

          Este arte de la adaptación, de las transiciones suaves y musicales, no tardó en manifestarse en el aspecto exterior de la ciudad. Crecida poco a poco a lo largo de siglos, desplegada orgánicamente a partir de un núcleo central, era lo bastante populosa, con sus dos millones de habitantes, como para ofrecer todo el lujo y toda la variedad de una metrópoli, sin ser desmesurada, a la vez, hasta el punto de separarse de la naturaleza, como Londres o Nueva York. Las últimas casas de la ciudad se reflejaban en la corriente impetuosa del Danubio o daban a la extensa llanura o se perdían entre jardines y campos o subían por las suaves colinas de las últimas estribaciones de los Alpes, rodeadas de verdes bosques; era difícil saber dónde terminaba la naturaleza y empezaba la ciudad, ambas se confundían sin resistencia ni oposición. Por otro lado, en el centro se notaba que la ciudad había crecido como un árbol, añadiendo anillos uno tras otro y, en vez de viejos muros fortificados, a la parte interior, su núcleo más precioso, la rodeaba la Ringstrasse, con sus casas suntuosas.

Catedral de San Esteban.
Catedral de San Esteban.

          Aquí los viejos palacios de la corte y de la nobleza contaban historias convertidas en piedra; ahí Beethoven había tocado el piano en casa de los Lichnowsky; allí Haydn se había alojado en casa de los Eszterházy; más allá, en la vieja universidad, había sonado por primera vez la Creación de Haydn; el palacio imperial, el Hofburg, había contemplado a generaciones de emperadores; el Schönbrunn había visto a Napoleón; en la catedral de San Esteban, los príncipes aliados de la cristiandad se habían arrodillado en acción de gracias por haberse salvado de los turcos; la Universidad vio entre sus paredes a incalculables lumbreras de la ciencia. En medio se alzaba, orgullosa y fastuosa, la nueva arquitectura, con espléndidas avenidas y rutilantes comercios. Pero la parte vieja no estaba en absoluto reñida con la nueva, como la piedra labrada con la naturaleza virgen. Era magnífico vivir allí, en esa ciudad que acogía todo lo extranjero con hospitalidad y se le entregaba de buen grado; era de lo más natural disfrutar de la vida en su aire ligero y, como en París, impregnado de alegría.

Palacio de Schönbrunn.
Palacio de Schönbrunn

Schombrun 01

Stefan Zweig. El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Editorial Acantilado. Madrid. 2002. pp.10-11.

Fotos © Juan Ferrandis

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